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Íñigo Linaje: “Nunca más adiós”

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El diÍÑIGO LINAJE (NUNCA MÁS ADIÓS) copiastopos es un lugar anómalo, un lugar indeseado. Contrario al eutopos (el buen lugar), su etimología le concede un sentido espacial, todavía no conceptual como sí tendrá, siendo su semántica de análoga génesis, el utopos.

No conviene distanciarse, como sucede a menudo, del significado original de algunos términos porque en su semilla significativa contienen información que nos será precisa. Ocurre así con este libro de Íñigo, y ocurre explícitamente, pues la distopía, la eutopía y la utopía confluyen en él en su sentido espacial, emocional y conceptual.

Estructurado en cinco partes, “Necrópolis”, la primera, remite, con su solo enunciado, a otro lugar, a otro topos cuyo contexto es fácilmente deducible: esta necrópolis, ciudad de los muertos, no es muy grata, por supuesto; no lo es para el poeta, habitante de un espacio distópico, por lo tanto anómalo, enfermo, en el que no se encuentra nada a gusto. Es el lugar de su treno existencial, un hábitat en el que las alegorías y metáforas van refiriéndonos la refracción del hombre que lo ocupa: “Hay muros despiadados y sensación de destierro”, nos dice. “Las montañas yacen bajo avenidas de fango y turbio semen / y los ejércitos firmes de las hormigas se alimentan de metano.” “Vivir aquí” ―prosigue― “es alimentarse hasta la muerte / de ilesas osamentas devoradas por el tiempo” […] “es hundir la boca en profundos sepulcros”.

Este poema de elevada crudeza no sólo es sintomático de la distopía vivencial, sino que constituye la antonomasia de toda la primera parte de Nunca más adiós en la que lo  antropológico adquiere más protagonismo en perjuicio del yo lírico que suele colarse por las rendijas de la psique poética. Digo que lo antropológico adquiere mayor compromiso porque la experiencia está llamada aquí a jugar un papel central: la actividad vital se antepone a cualquier filtración ontológica; es el hombre quien habla afectado por su rutina profesional, el paseante que mira de frente y de soslayo el lugar que ocupa y las gentes que con él lo cohabitan para describirnos, con atroz realismo a veces, su amargura, su desasosiego y hasta su odio expresamente confesado en el poema del mismo título (“Necrópolis”) que da nombre a esta primera parte: “ciudad de espectros, ciudad de muertos, / te odio; te odio como me odio a mí mismo” […] “Odio a tus hijos multicolores, a tus edulcorados adolescentes…” “Necrópolis, ciudad de espectros, ciudadinfierno, / te odio, te odio a muerte”.

¿Qué tiene este lugar odioso? El poeta odia incluso su alegría y se hunde hasta ahogarse en mares de whiski, de ira y de anís; inspira el humo de mil cigarrillos y se pierde en sus laberintos sin sol.  ¿Qué tiene este lugar?, vuelvo a preguntarme. Pues lo que tiene, y me respondo, no es ni más ni menos que sus vacíos: los vacíos de lo que los piadosos llaman “alma”. Sin embargo, esta revelación de la experiencia no es sino el estado natural de quien renuncia expresamente a la eutopía.

“Bucólicas y marinas” es la segunda parte, cuyos primeros versos señalan ya dónde se encuentra el poeta. No es vano señalarlo en presente (se encuentra, repito) porque es éste el lugar; digámoslo otra vez en griego: el topos, pero con su prefijo eu: esto es, ‘el buen lugar’. Dice Íñigo en sus dos primeros versos: ahora estás en el centro del mundo: / este claustro sagrado de tu infancia.” Si la referencia virgiliana es obvia ya en el epígrafe titular (“Bucólicas”), no es menos evidente la cita indirecta de Rilke, para quien la verdadera patria es la infancia. Pero ¿por qué cito su permanencia en presente? El poeta lo hace así, eso para empezar, aunque esta certeza argumental no bastaría. Conviene decir en seguida que una de las grandes preocupaciones de la poesía ha sido y sigue siendo detener o, al menos ralentizar, el tiempo; fundamentalmente, reunir en uno solo los tres estados: el presente, el pasado y el futuro. Fue preocupación de Pound, lo fue también de Eliot, lo fue de Octavio Paz; pero lo fue, sobre todo, de Henri Bergson. Citémoslo: “el presente, en su mismo surgir, se desdobla en dos chorros simétricos, uno de los cuales recae hacia el pasado, mientras el otro se precipita hacia el futuro”. A Íñigo Linaje esta segunda parte de su entrega poética le sirve precisamente para intentar reunir en su presente el idilio de la infancia pasada y el sosiego de un futuro no menos anhelante de paz, como la atestigua la última estrofa del poema titulado “Azul o sobre un poema de Alberto”: “En la visión detenida del mar / agoto sereno mis días / y, feliz o no feliz, / existo humildemente.” //

Nada se pierde en la memoria de Íñigo, pero no todo emerge a la superficie de la memoria porque su tarea es seleccionar y hacer llegar a la conciencia sólo lo que sirve para la acción y el futuro. Este apartado nos trae a un hombre tranquilo, a un poeta adherido a la fisonomía de un paraíso siempre recordado, jamás perdido. Jamás perdido, digo, porque no es la pérdida la movilización del recuerdo de Linaje; antes al contrario, constituye experiencia vívida y, antes que nada, materia de la memoria, gozo extraído del pozo recordatorio a cuya gratitud se entrega con carácter contemplativo —no descriptivo— y, por lo tanto, próximo a una mística pagana traducida a partir de los perfiles de la materia natural: el mar, los campos, el valle, la luz, el sol, la lluvia, el río, las aves, la montaña… en fin, la iconografía de un lugar donde, “ajeno a todo”, el poeta funda su hogar.

En la segunda parte el poeta está en el “claustro sagrado de su infancia”; es decir, en una especie de antiguo fanum al que sólo tenía acceso el sacerdote y en cuyo umbral debían permanecer los pro fani. Este espacio íntimo e intransferible deja paso en la tercera parte a una declaración de amor. “Poemas de amor para E. L.” es, en efecto, su postulado, un manifiesto sobre la carne y el espíritu del amor. Pero un amor también fundacional, arrebatado de sincero impresionismo y en cuya latencia vuelve el tiempo a adquirir protagonismo para advertirnos lo que ya dijimos en el apartado anterior sobre la concitación cronológica. En un solo poema Íñigo Linaje resuelve esa reunión temporal de forma sintáctica: es en el poema presente continuo“; y lo hace con este epígrafe, que es el mismo que usa Bergson en Memoria y vida: “Días felices de amor y pasión / hemos vivido. // Hoy, tú ya lejos, / no me recreo en los recuerdos; / hago presente la dicha pasada: / en el futuro.” //

Este amor ya domesticado, pero en cuya majada surge espontáneamente el arrebato, es un amor de sincera carne y es un amor fundador, cimentador de una plusvalía inmaterial que se encuentra al otro lado de la idealización y, sobre todo, de la ideación social de un concepto obcecadamente necesario para el ser humano. La sinceridad es raro patrimonio de ese impulso ideal que lo ha reducido a mero léxico en cuanto su práctica está sujeta al engaño permanente. Nadie como Proust ha avalado esta concepción escéptica y nadie como Kierkegaard se ha burlado de él; sin embargo, ninguna de estas dos posturas son del gusto de Íñigo Linaje. En el ejercicio de aquella sinceridad que citaba hace unos segundos se encuentra la rareza de estos poemas de amor. La afortunada destinataria responde a esas hermosas iniciales cuya personalidad, por supuesto, no desvelaré.

La autorreferencialidad, ese espacio estético reservado a los más osados, constituye el contexto literario de la cuarta parte de Nunca jamás adiós. El Romanticismo fue subyugado irremediablemente por el imperturbable regreso al Yo. Modernamente, quizá no haya otro poeta como Ángel Guinda que haya hecho de este motivo formal un axioma de difícil refutación. Íñigo Linaje toma ambos testigos; del primero, el yo doliente; del segundo, su desinhibición, y con ambos enmarca un trazo ontológico, trazo grueso, producto de una existencia infausta, hipérbole de ese otro apartado de la memoria al que nos referíamos cuando citábamos como una de las tareas de Linaje seleccionar de la memoria sólo lo que sirve para la acción y el futuro. Pues bien, no es el caso de los “Autorretratos” que conforman esta cuarta parte. Citábamos a Guinda; citemos ahora una de sus “huellas”: “En cada retractación, yo me retrato”, dice el poeta aragonés. Si aplicáramos la teórica de esta afirmación a la poesía autorreferencial de Íñigo Linaje significaría aceptar como inequívoca la vocación de un Yo que se busca en la memoria apresuradamente, con la misma perentoriedad con que afirma su prematura vejez y cuya “retractación” sería, precisamente, la renuncia a una felicidad velada por el escepticismo. Naturalmente, hay una buena dosis de retórica en estos “Autorretratos” y ello es debido, naturalmente, a que su abordaje es poético. Fijémonos, no obstante, en que Henri Bergson (y siempre que se habla del tiempo, de su cronopatología, es indefectible acudir a él por muy reiterativo que sea y mucho que nos pese); que Henri Bergson —decía— informa también este apartado cuyo rescate psíquico ahonda en la simbología del espejo. Dice Bergon en La evolución creadora: “escribir es mirarse en el espejo de la muerte”. Y dice Íñigo Linaje en el primer poema de “Autorretratos”: “Me he parado ante el espejo para ver lo que no hay, / lo que no existe, quizá lo que no existió nunca. / Pero dicen que nací hace tiempo, hace demasiado tiempo. / Digo esto porque creo que he envejecido prematuramente,…”

Contrariamente a lo que nos sucede en la vida real cuando nos miramos en el espejo constatando que nuestra imagen es siempre la misma, en la redacción poética se adopta una perspectiva focal: lo que en fotografía se llama “profundidad de campo”, de modo que, como atestigua nuestro poeta, somos capaces de alejarnos lo suficiente como para vernos con ojos ajenos y hacerlo con nitidez. Aparece entonces esa decrepitud que Íñigo hiperboliza, aunque desde la redacción poética sea —casi de manera categórica— concluyentemente real.

Esos “Autorretratos” son poemas de largo aliento, pausados, pero con una gran carga de profundidad pesimista y no alejados de aquella máxima que definió para siempre el pensamiento de Schopenhauer: “La vida es un péndulo que oscila entre el tedio y el sufrimiento”.

Y si el largo aliento es lo que informa los “Autorretratos”, es la fragmentación aforística o su tentativa lo que define la quinta y última parte de Nunca más adiós, cuyo contenido responde al epígrafe “Cuaderno póstumo”. Cuaderno póstumo es un truco, claro está, y sólo el poeta puede arrogarse semejante licencia. El poeta podrá morir en los textos, pero es el autor quien lo mata. La chistera aquí es el pensamiento; diríamos, sin riesgo a errar, el grado intelectual de la poesía, su tasa filosófica. Y el conejo (los conejos, más bien) son los breves poemas de tono absolutamente reflexivo. Una de las características que viene definiendo a la corriente postmodernista es su sentido fragmentario, de ahí la actualización del collage en el contexto artístico, o la composición pictórica a partir de fragmentos de materiales diversos (restos de cerámica, arena, cristales…). Esta fragmentación se ha trasladado a la literatura en forma de aforismo. Cabría decir que sólo el siglo XVII fue más prolífico en este campo que lo que lo ha sido el final del siglo XX y principios del XXI. Y es cierto, lo dijo François de la Rochefoucault: “Toda intuición aforística es fragmentaria”. Y es verdad; al fin y al cabo, el axioma, el proverbio, la máxima, la apotegma clásica no son sino pedazos de pensamiento, destilaciones transitorias de una epistemología personal que Íñigo nos entrega para acertar la propuesta de Wordsworth de que en todo buen poeta debe habitar un filósofo. No es, pues, Íñigo Linaje un poeta postmoderno. Lo que Íñigo Linaje ha trasladado a este libro es una propuesta fundada en aquella sublimidad que Charles Baudelaire nos proponía hace ya ciento cincuenta años: profundizar en la abulia cotidiana, en el tedio, en lo que en inglés él mismo denominó spleen, para que de esas cenizas del espíritu individual surgiera el soplo universal, el carácter ecuménico de la poesía, del arte, el hálito sublime de la palabra trascendental. Oscar Wilde llamó a esto mismo lo Absoluto. Quédense con lo que prefieran: ambos están contenidos en este libro.

LINAJE, ÍÑIGO

En Lisboa. Fotografía de Elena Larraz.

 


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